¿Y si el verdadero lujo fuera el trabajo digno?

lunes, 19 de mayo de 2025

Por: Néstor Genis y Samantha Rivera Para: Animal Político

Históricamente, el lujo ha sido una forma de ostentar estatus social, éxito individual o, en el fondo, el deseo de generar admiración. Se manifiesta en el consumo de productos de marcas costosas o en la contratación de servicios asociados a la exclusividad. Pero ¿cómo puede generar admiración un lujo que se construye sobre la precarización laboral de millones de personas? En lugar de presumir el precio o la exclusividad de lo que consumimos, deberíamos sentir orgullo por saber que esos productos o servicios fueron generados por personas con un salario digno, acceso a seguridad social, y condiciones laborales seguras, libres de violencia y discriminación.

Este fenómeno es un problema global, pero no es necesario mirar las fábricas de Asia para conocer de primera mano esta problemática. En México**, más de la tercera parte de la población vive en pobreza laboral**, es decir, no puede comprar la canasta básica con el ingreso de su trabajo. Además, la mitad de la población carece de seguridad social. La precariedad afecta tanto al sector formal como al informal, y atraviesa todas las actividades económicas. La informalidad, en particular, reproduce desigualdades de género, ingreso, territorio y acceso a derechos. El 54.3% de las personas trabajadoras se encuentra en esta situación. En el caso de las mujeres, la cifra alcanza el 55.6%, y quienes laboran en la informalidad ganan hasta 1.9 veces menos que si tuvieran un empleo formal.

Además, las mujeres están sobrerrepresentadas en los sectores más precarizados. El trabajo doméstico remunerado, por ejemplo, es desempeñado por el 8.8% de las mujeres ocupadas, frente al 0.6% de los hombres. Se trata de un empleo históricamente invisibilizado, mal pagado y sin derechos laborales garantizados.

Trabajo feminizado y precarizado 

En México, detrás de muchas de las cosas que consumimos hay una constante que rara vez se nombra: mujeres que las producen, normalmente en condiciones profundamente desiguales y precarias. En fábricas, campos agrícolas, en los hogares o a través de plataformas digitales, son muchas las mujeres que sostienen las cadenas de producción y reproducción que permiten que el mundo funcione. Sin embargo, su trabajo suele ser el peor remunerado, el menos protegido y el más invisibilizado.

Son ellas quienes cosen durante jornadas extenuantes en fábricas de ropa y accesorios para exportación; quienes cosechan los alimentos que llegan a supermercados, restaurantes y nuestras mesas; quienes cuidan a otras personas sin recibir un salario; quienes reparten comida o manejan autos sin contratos ni prestaciones, exponiéndose a múltiples riesgos. Esta realidad se enraíza en la división sexual del trabajo: una organización social que separa los roles productivos y reproductivos según el género, asignado históricamente a las mujeres tareas vinculadas al cuidado, al servicio y al trabajo doméstico, muchas veces no remunerado

Como ha señalado Silvia Federici, esta división no solo distribuye tareas, sino que constituye una relación de poder que desvaloriza sistemáticamente el trabajo femenino. Así, se perpetúa una estructura de desigualdad donde el tiempo, el cuerpo y la fuerza laboral de las mujeres son indispensables pero constantemente subvalorados.

Repensar el lujo

Tal vez la clave no está en eliminar el deseo de lujo, sino en redefinirlo. ¿Y si el verdadero lujo no estuviera en lo que cuesta un producto, sino en cómo se produce? ¿Y si comenzamos a asociar el valor con la ética laboral, y el prestigio con la justicia social? Imaginemos un mundo donde lo deseable no sea portar una marca reconocida, sino saber que esa prenda, ese alimento o ese servicio fueron posibles gracias a condiciones laborales justas, salarios dignos y entornos seguros para quienes los hicieron realidad. Orientar nuestro consumo hacia esta conciencia no es solo un acto de responsabilidad, es una nueva forma de aspiracionalidad: una que presume, sí, pero presume coherencia, empatía y compromiso. 

El costo de la dignidad 

Cada vez que tomamos un café, pedimos comida por aplicación, compramos una prenda o contratamos trabajo del hogar, deberíamos preguntarnos: ¿quién lo hizo posible y en qué condiciones? Lo que a veces parece barato, en realidad tiene un costo que alguien más está asumiendo, usualmente personas en condiciones de mayor vulnerabilidad

Si contratamos a una trabajadora del hogar, corresponde asegurarla ante el IMSS y cubrir prestaciones conforme a la ley. Cuando las personas que trabajan en plataformas digitales accedan a la seguridad social, eso implicará un ajuste en el costo de los servicios. Sí, el trabajo digno puede ser más costoso, pero es el costo justo de vivir en una sociedad que valora la dignidad humana por encima de la comodidad inmediata.

Ahora bien**, esta aspiración no debería ser un privilegio de unos cuantos, sino una exigencia colectiva**: que todos los productos y servicios (no solo los más exclusivos) se generen bajo condiciones dignas para quienes los hacen posibles. Eso requiere consumidores conscientes, sí, pero también empresas comprometidas y políticas públicas que regulen y garanticen derechos laborales para todas las personas

La tarea 

Se viene una nueva temporada de compras (cuando sea que leas este texto), y siempre es un buen momento para reflexionar sobre qué y cómo consumimos. Reconocer el trabajo digno como un derecho y no como un privilegio implica asumir responsabilidades: como consumidores, como empleadores y como ciudadanía. No podemos seguir romantizando el consumo hedónico y normalizando la injusticia. Empecemos a exigir, con nuestras decisiones cotidianas, una economía que ponga al centro la vida y la dignidad de todas las personas. Solo entonces, el lujo tendrá un verdadero valor.