¿Es relevante todavía tener un Plan Nacional de Desarrollo?
miércoles, 18 de junio de 2025
Por: Javier González Para: Este País
Históricamente, México no es un país muy dado a pensar en el largo plazo. Si lo fuéramos, tal vez podrían haberse previsto las necesidades crecientes de gasto en pensiones, podríamos tener sistemas educativos y de salud sostenibles y de calidad, podríamos haber evitado los pasivos de PEMEX y CFE, y hace mucho habríamos realizado una reforma fiscal que contrarrestara la profunda fragilidad del Estado.
Es obvio, y hasta entendible, que algunos gobiernos prefieran “patear el bote” de lo importante para atender lo urgente, o peor aún, para centrarse en lo más redituable en clave político-electoral. En consonancia, si se percibe que una reforma generará descontento y fricción, los gobiernos lo pensarán dos veces antes de incurrir en costos políticos altos.
Tampoco es muy común encontrar funcionarios de alto nivel acostumbrados a tomar decisiones con base en datos, tendencias y estadísticas, y cuando los hay, no se les aprecia demasiado. La conexión entre la investigación y las políticas públicas siempre ha sido débil en nuestro país, en parte por la desconfianza mutua entre científicos y gobernantes, y en parte porque no basta tener buena evidencia para que en automático los decisores se vean persuadidos a utilizarla. Normalmente, los funcionarios y funcionarias se resisten a cambiar de creencias y seleccionan la evidencia que mejor justifique planes y decisiones previamente tomadas.
Con todo, desde hace 42 años existe la obligación para el Gobierno Federal de publicar un Plan Nacional de Desarrollo (PND) con alcance sexenal que, de acuerdo con el artículo 3º de la Ley Federal de Planeación, debería servir para transformar “la realidad del país, de conformidad con las normas, principios y objetivos que la propia Constitución y la ley establecen”.
Gobiernos de todos los colores han ido y venido desde la publicación de la ley en 1983, y a nadie se le ha ocurrido cuestionar la mencionada disposición. Todas las administraciones han observado puntualmente el plazo para publicar el PND, imprimiéndole desde luego sus características propias, basadas en ideologías diversas, interpretaciones interesadas de la historia y estilos personales de gobernar.
La administración actual cumplió cabalmente con el plazo que marca la ley, y el pasado 10 de abril publicó un documento en el que se distingue un caudal variopinto de conceptos provenientes de diferentes épocas y tradiciones ideológicas. En efecto, en el mismo documento conviven fórmulas y propósitos tales como gobernanza y justicia, política de industrialización integral, economía social y corporativismo, disciplina fiscal y austeridad, economía circular, soberanía energética, rectoría del Estado, perspectiva de género, innovación y transformación digital, multiculturalidad, reducción de la dependencia de importaciones, entre otros. Cabe decir que la estructura y claridad del texto son infinitamente superiores al PND del sexenio pasado, cuyo contenido se acercaba más a un manifiesto político-ideológico que a una herramienta técnica orientadora de la administración pública.
La falta de atención mediática ante la publicación del Plan –solamente algunos expertos en asuntos públicos tomaron nota–, pero sobre todo, la idea extendida de que más que un instrumento rector, se trata de un documento sin dientes, plagado de buenas intenciones (algunas no tan buenas), contribuye a que nadie le haga mucho caso. El PND pasó desapercibido, nadie habla más de él y probablemente solo se acuerden los burócratas que deberán llenar decenas de informes de seguimiento.
Se supone que el PND debería conducir las decisiones de gasto, pero se sabe que antes que la visión de largo plazo y la eficacia de las políticas influyen los programas emblemáticos del gobierno (tengan o no resultados), las necesidades de control político-electoral, las presiones de la deuda y hasta los caprichos presidenciales. Se sabe también que el pastel no está creciendo, y que cada año incurrimos en un juego de ganadores y perdedores que jalan violentamente la cobija.
El que no existan consecuencias frente al incumplimiento de las metas expresadas en el PND aporta muchísimo a la ligereza con la que éste se redacta y se le da seguimiento. La fiscalización de las cuentas públicas se queda corta, pues siempre se puede aducir que factores fuera del control del gobierno impidieron alcanzar los resultados esperados. Nunca nadie es responsabilizado por no alcanzar los impactos previstos, la culpa es siempre de algún desastre, de la falta de participación de otros actores, de la crisis económica o del gobierno anterior.
El PND tampoco es un documento que la sociedad haga suyo y contribuya a impulsar su implementación. La ley dice que su confección debería ser participativa, pero todo mundo sabe que hay mil formas de decir que se tomó en cuenta a la gente para terminar escribiendo lo que a uno se le dé la gana.
Sin embargo, no solamente se simula la participación ciudadana, sino el método mismo para su construcción. Se espera que el PND sea la expresión de los más altos ideales del gobierno en turno, al más alto nivel, y que a él deben alinearse el resto de los planes sectoriales, regionales y especiales que establece la misma Ley de Planeación. Sin embargo, casi nunca se sigue esa lógica vertical en su diseño. Más que un plan basado en la identificación objetiva de problemas públicos y el ofrecimiento de soluciones consistentes, se trata normalmente de un cóctel de expresiones en diferentes niveles, figuras discursivas, componentes contradictorios y falta de visión integral, con una carencia notable de visión de largo plazo (20 años), a pesar de que la norma dispone otorgar ese horizonte al documento completo.
Tal vez sea tiempo de revisar la vieja Ley de Planeación para que los planes y estrategias puedan reflejar una realidad que cambia día a día, así como establecer consensos básicos que nos permitan imaginar un futuro compartido, sostener prioridades en el tiempo, tender puentes de comunicación y entendernos como conjunto social. Tener documentos dinámicos que se encarguen del futuro, pero capaces de albergar el cambio tecnológico y demográfico, las ideas de nuevas generaciones y el desafiante entorno global que interpela permanentemente nuestros modelos preconcebidos.