Formalmente, México cuenta con elecciones periódicas en los tres poderes de la República, un sistema representativo y un instituto electoral separado del Ejecutivo, así como un tribunal que juzga y decide autónomamente sobre el resultado de los comicios. Existe también competencia entre partidos políticos nacionales y locales, libertad de sufragio y expresión, garantía de derechos políticos y mecanismos de apelación y denuncia de delitos electorales. En consonancia, el Estado mexicano promueve internacionalmente los valores democráticos y los derechos humanos.
Aun cuando la Constitución establece inequívocamente nuestra forma de gobierno, es recurrente la pregunta sobre si México continúa siendo un país democrático, de cara a los fenómenos recientes de concentración de poder, eliminación de controles y cambio en las reglas del juego político. Resulta útil el texto publicado por Flavia Freidenberg sobre la medición de la democracia para señalar algunos aspectos cualitativos, graduales y difíciles de calibrar que distancian la situación de jure de la situación de facto, y permiten distinguir el funcionamiento real de las instituciones formales respecto del ideal democrático. Mencionaré algunos de esos aspectos, subrayando que no se trata de procesos recientes o derivados exclusivamente de los gobiernos de Morena.
Comienzo diciendo que existen procesos de declive paulatino en la confianza ciudadana hacia las instituciones, particularmente aquellas encargadas de la seguridad y la justicia, desde hace varios decenios. La percepción de un sistema judicial corrupto e inaccesible para las mayorías ha estado presente desde por lo menos el último tercio del siglo XX. A ello se suma la larga presencia de la delincuencia organizada y el narcotráfico en el país, con su alta capacidad corruptora e influencia en procesos políticos locales. Esta penetración, cada vez más extendida, hace indistinguible la frontera entre el Estado y sus captores en diversas entidades del territorio nacional.
Por otra parte, durante el último cuarto de siglo las y los votantes han visto convivir la democracia electoral con altos niveles de pobreza, desigualdad y falta de oportunidades. A la incapacidad crónica del Estado para romper con el círculo intergeneracional de la pobreza se suma la inmovilidad económica, la exigua creación de empleos formales y la falta de acceso a la seguridad social para millones de personas. La democracia electoral no ha sido capaz de proteger a sus periodistas, buscadoras y defensores de derechos humanos, y ha fracasado en garantizar los derechos de los más vulnerables. La degradación sistemática de los servicios educativos y de salud —lentos, burocráticos y de baja calidad— evidencia también la debilidad estructural del Estado de derecho y la incertidumbre derivada de la precariedad institucional.
En el ámbito societal, otro conjunto de dinámicas informales duraderas ralentizan el avance hacia una democracia sustantiva. La fragmentación social y el discurso de odio, la violencia y desigualdad de género, la baja calidad del debate público, así como la prevalencia de actitudes de discriminación, racismo y exclusión son factores estructurales que han impedido la consolidación democrática. La amplia tolerancia de conductas al margen de la ley y la lenta construcción de una ciudadanía educada en valores democráticos forman parte de un clima que facilita la aparición de expresiones populistas y autoritarias.
Más allá de campañas, elecciones y alternancias, la democracia es, en esencia, un régimen que exige respeto a la ley y a los derechos humanos. Su fuerza radica en la certidumbre que ofrecen las instituciones y en la neutralidad de los mecanismos que previenen abusos contra las minorías. Por consiguiente, requiere de instrumentos contramayoritarios efectivos, como la garantía de que jueces y funcionarios tomen sus decisiones con estricto apego al marco jurídico vigente, libres de presiones políticas, económicas o criminales.
La descomposición del Estado de derecho es por tanto la descomposición de la democracia misma, razón por la cual no puede decirse que el proceso de erosión democrática en México comenzó en 2018. Por el contrario, el movimiento político que culminó en la creación de una fuerza política dominante y en el ascenso de liderazgos de corte populista es efecto directo de decenios de decepción democrática, distanciamiento de la ciudadanía frente a sus instituciones, corrupción y falta de rendimientos sociales y económicos del Estado. El resultado de las elecciones presidenciales de 2018 y 2024 es en parte fruto de la masificación de una narrativa que exalta el fracaso de los gobiernos de la llamada transición democrática, así como de una conexión emocional profunda con amplios sectores históricamente excluidos de los procesos de desarrollo.
Es necesario decir que si bien la democracia electoral en México nunca estuvo plenamente consolidada, el riesgo de declive se incrementa con el desdén hacia el ya de por sí endeble Estado de derecho. El valor de las sentencias judiciales se desploma cada vez más, las leyes se ignoran de forma desafiante y diferentes actores políticos proclaman que la justicia —siempre susceptible a interpretaciones subjetivas o interesadas— debe colocarse por encima de la ley. No fue, sin embargo, el populismo el que sorprendió a la sociedad mexicana. Por el contrario, fue el hartazgo llevado al límite y la frustración acumulada durante décadas lo que abrió la puerta a fuerzas y actores antisistema que por largo tiempo permanecieron latentes en el sistema político. Más que la astucia de los políticos hoy en el poder, fueron las condiciones sociales y económicas las que permitieron que las narrativas radicales hundieran raíces en las emociones de las mayorías. Los discursos extremos dejaron de ser inadmisibles, mientras la polarización se amplificó con las redes sociales y con retóricas cargadas de posiciones amigo-enemigo.
En un contexto en el que la democracia ya mostraba signos de erosión y porosidad, la irrupción de un movimiento político dominante, con ánimo transformador y altos niveles de aprobación, profundiza de manera natural los riesgos de concentración del poder, la displicencia ante la ley y los reflejos antipluralistas, y abre un escenario en el que son más probables la restricción de libertades y el sometimiento de contrapesos y organizaciones de resistencia. La iniciativa de redefinir las reglas electorales para prolongar la permanencia del grupo en el poder constituye, en ese sentido, una prueba de fuegopara la resiliencia democrática del país, y confirma con crudeza que seguimos atrapados en la paradoja de la democracia que nunca fue.


